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miércoles, 3 de abril de 2013

Bienvenida al inicio del año lectivo 2013


 
 
Una vez más, en este mismo lugar, bajo este mismo techo y cobijados por estas mismas paredes, nos encontramos reunidos para celebrar el inicio de un nuevo año de trabajo.
Y digo “celebrar” porque la aventura que estamos por emprender merece ser reconocida como una celebración. Como toda celebración, la formación docente está conformada por una serie de ritos y ceremonias plenos de sentido, que van a ir ayudándonos a configurar nuestra propia manera de ser docentes. Nuestros propios modos de posicionarnos -en un futuro para algunos ya muy cercano, para otros apenas intuido- frente a esta aventura para multiplicarla en los cientos –quizás miles- de alumnos con los que compartamos nuestra vida y nuestro trabajo, y con sus familias.
Y es que ser docente es una tarea casi sagrada, por eso requiere ser celebrada. Los docentes tenemos un poco de alfareros: colaboramos en la propia aventura de aprender con que cada alumno nos honra al permitirnos ser partícipes. Y nuestra función es cuidarlos.
Un docente cuida. Cuidamos desde ahora a nuestros futuros alumnos preocupándonos por tener algo rico y nutritivo que ofrecerles. Y lo hacemos siendo serios en nuestra propia formación: nadie puede ofrecer lo que no tiene. Si queremos ser algo más que simples testigos de la estadía de los otros en las aulas, si queremos tener algo importante que decir y que ofrecer, si comprendemos que es nuestra obligación hacerlo –una obligación que muchos de ustedes asumieron hace apenas unas semanas, y otros renuevan- tenemos que saber de qué hablamos, y cómo hacerlo. No se puede ser buen maestro sin cuidar a los alumnos, y no se puede cuidar a los alumnos sin ayudarlos a aprender contenidos sólidos, bien articulados y relevantes.
Un docente cuida. Cuidamos cuando nos convertimos en modelo de ser y actuar. No se puede enseñar a otros cómo se debe ser y cómo se debe actuar. Y seríamos muy pretenciosos si presumiéramos que nuestras formas son las mejores. Pero podemos mostrar una forma, nuestra forma, esa que hemos ido construyendo a través de nuestras experiencias, las que la vida modeló en nosotros. Y en ese mostrar, cuidamos ofreciendo una alternativa, una forma de ser, de estar y de actuar que puede servirles de referencia, para acercarse a ella o para alejarse, para identificarse o para rechazarla. Cuidamos siendo un modelo entre muchos otros. Y cuidamos cuando como un modelo entre muchos nos ponemos al servicio de lo que nuestros alumnos necesitan, sin confundirlo con lo que queremos o nos gustaría.
Un docente cuida. Cuidamos asumiéndonos como parte de una empresa colaborativa que no comenzó con nosotros y que nos trasciende. Somos uno entre tantos, somos apenas un momento y tenemos apenas un momento. Por eso no podemos cerrarnos en las paredes de nuestra aula, en los límites de nuestra disciplina, en nuestra experiencia y creencias. Cuidamos trabajando colaborativamente con otros docentes, con las familias, con la comunidad en la que estamos insertos. Cuidamos trabajando colaborativamente por la inclusión, por la equidad, por los otros y con los otros. Cuidamos trabajando por la memoria, porque no hay futuro –ni para nosotros, ni para nuestros alumnos, ni para la comunidad- sin proyecto; ni proyecto sin memoria. No hay manera de caminar hacia donde queremos llegar si no sabemos desde dónde partimos.
Acabamos de pasar dos fechas fundamentales que recuerdan nuestra historia reciente, sobre las que es necesario ejercer la memoria. Ejercerla como un acto militante con la vida, con nuestra vida como país, como pueblo, como Estado.
Hace apenas unos días, el 24 de marzo, recordamos los 37 años del último golpe militar. El más cruento de nuestra historia. Y ese golpe fue posible porque –como pueblo- no ejercimos la memoria. Apenas había un recuerdo de que en cuanto cada gobierno democráticamente elegido se había apartado de los márgenes de lo aceptable para las instituciones que encarnaban el verdadero poder (el poder militar, el poder eclesiástico, el poder económico) se lo terminó más o menos cruentamente. En cualquier momento era admisible barajar y dar de nuevo. Es cierto que esos poderes contaron con la complicidad del poder mediático como parte del poder económico, a los que sirvió como instrumento para construir una sensación de legitimidad sobre los golpes. Pero también es cierto que sin una sociedad civil desmemoriada, fracturada en sus revanchismos, y egoísta, esos golpes no habrían sido posibles.
El último golpe militar, el producido en la madrugada del 24 de marzo de 1976, fue especialmente cruel con los jóvenes. La mayoría de ellos –contrariamente a lo que se difundía- fueron arrancados del seno de sus familias, en sus mismas casas, durante la noche. No estaban escondidos. La mayoría no cayó en enfrentamientos. Eso que empecinadamente llamaban “guerra contra la subversión” ya había terminado, y la habían ganado. Fueron por otra cosa: fueron por los jóvenes, los que eran jóvenes en su fuerza, los que eran jóvenes en sus proyectos, los que soñaban con un país distinto y estaban dispuestos a construirlo. Y los convirtieron en desaparecidos. Como sin eufemismos dijo el General Jorge Rafael Videla inaugurando la palabra más cruel de nuestro vocabulario cívico, “no están ni muertos ni vivos; no están, están desaparecidos”. Y con la fuerza de la palabra privó a esos jóvenes de vida, a sus familias de un lugar donde llorarlos, y a todos nosotros de sus ilusiones y sus proyectos. Quién sabe quiénes seríamos y dónde estaríamos sin esos más de 30.000 desaparecidos. Quién sabe quiénes seríamos y dónde estaríamos si no hubiese sido necesario reconstruir nuestro país desde las ruinas en que lo sumieron.
Porque el último golpe, autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, no se llevó sólo vidas. Atentó contra la soberanía nacional. Esa soberanía que estamos acostumbrados a pensarla como soberanía territorial, pero que es mucho más que eso.
Es soberanía legislativa, en tanto no se reconozca ningún poder por sobre el poder del Estado Argentino con fuerza para establecer leyes que nos regulen. Si no hubiesen atentado contra la soberanía legislativa, abriendo la puerta a que organismos transnacionales nos prohibieran regular con leyes propias nuestra economía –un proceso del que recién ahora estamos saliendo- no habríamos tenido que recuperar la Fragata Libertad ni estaríamos negociando con los fondos buitre en un tribunal de Nueva York. Porque cuando se arrasa la soberanía legislativa, con ella cae la soberanía jurídica: quien no tiene fuerza para autodeterminar sus leyes, tampoco tiene fuerza para juzgar amparado por ellas.
La soberanía nacional es también soberanía económica, en tanto un Estado puede determinar por sí el lugar que ocupa en el contexto económico regional y mundial, y no relegarse a ocupar el esclavizante y empobrecedor lugar que se nos había asignado como país productor de materias primas y alimentos, dependiente del llamado “primer mundo”. Una expresión que mucho dice sobre el clasismo elitista con que, quienes así se consideran, miran al resto de los países.
Y la soberanía económica se traduce en soberanía alimentaria. Y en hambre cero, una meta que después de tantos años de intentar reconstruirnos estamos a punto de alcanzar.
Y la soberanía legislativa, jurídica y económica son condición para la soberanía energética. Y todas ellas son causa y condición de la soberanía política: de un pueblo decidiendo por sí el tipo de país y de Estado que juzga mejor para su proyecto colectivo, inclusivo e incluyente.
La entrega de todas estas formas de soberanía durante los desgraciados y siniestros 7 años y casi nueve meses de dictadura militar también atentó contra nuestra soberanía territorial. Si bien la ocupación de Malvinas por la fuerza colonialista inglesa lleva ya 180 años, fue esta dictadura la que arrojó por tierra, volviendo el reloj 180 años atrás, todos los avances logrados hasta entonces en el campo de la diplomacia. Un campo que aún no hemos logrado volver a abrir. Y una vez más, en una pretendida gesta para salvar de la ruina a un gobierno dictatorial que se caía a pedazos, no sólo se cerraron las puertas de la diplomacia, sino que se volvieron a perder vidas jóvenes. Una segunda generación de jóvenes sacrificados por sus ideales. Fueron 649 los argentinos que entregaron su vida por la Patria, para que nuestra bandera volviera a flamear en las Islas, para que su territorio volviera a formar parte –no sólo territorialmente, sino legislativa, jurídica, económica, políticamente- de la Nación Argentina. Y con sus vidas se perdieron –como antes había sucedido- sus ilusiones y sus proyectos. Ayer, 2 de abril, los recordamos. Con gratitud, con amor, con respeto, y con memoria.
 
Comencé diciendo que hoy nos encontramos reunidos una vez más para celebrar el inicio de un nuevo año de trabajo. Y quise hablarles de nuestra tarea de cuidado porque creo que es lo que más nos representa, lo que nos obliga y compromete.
Después de todas estas palabras, apenas me queda insistir sobre una idea: los docentes cuidamos a nuestros alumnos, nos cuidamos entre nosotros, y ese cuidado nos trasciende. Cuidándolos, cuidamos a sus familias, a nuestra comunidad, cuidamos y colaboramos en la construcción del país que queremos. Y no se puede cuidar sin un ejercicio militante de la memoria, por la verdad y la justicia.
Si nuestra tarea la ejercemos sin memoria, sin verdad y sin justicia, no cuidamos. Y si no cuidamos, no habrá país posible. Y quizás trabajemos “dando clases”. Pero jamás seremos maestros.
 
Que tengan un maravilloso año, lleno de aventuras.
Eso es lo que les proponemos.
Bienvenidos.
 
Profesora Viviana Taylor