Una vez más, en este mismo lugar,
bajo este mismo techo y cobijados por estas mismas paredes, nos encontramos
reunidos para celebrar el inicio de un nuevo año de trabajo.
Y digo “celebrar” porque la
aventura que estamos por emprender merece ser reconocida como una celebración.
Como toda celebración, la formación docente está conformada por una serie de
ritos y ceremonias plenos de sentido, que van a ir ayudándonos a configurar
nuestra propia manera de ser docentes. Nuestros propios modos de posicionarnos -en un futuro para algunos ya muy cercano,
para otros apenas intuido- frente a esta aventura para multiplicarla en los
cientos –quizás miles- de alumnos con
los que compartamos nuestra vida y nuestro trabajo, y con sus familias.
Y es que ser docente es una tarea
casi sagrada, por eso requiere ser celebrada. Los docentes tenemos un poco de
alfareros: colaboramos en la propia aventura de aprender con que cada alumno nos
honra al permitirnos ser partícipes. Y nuestra función es cuidarlos.
Un docente cuida. Cuidamos desde
ahora a nuestros futuros alumnos preocupándonos por tener algo rico y nutritivo
que ofrecerles. Y lo hacemos siendo serios en nuestra propia formación: nadie
puede ofrecer lo que no tiene. Si queremos ser algo más que simples testigos de
la estadía de los otros en las aulas, si queremos tener algo importante que
decir y que ofrecer, si comprendemos que es nuestra obligación hacerlo –una obligación
que muchos de ustedes asumieron hace apenas unas semanas, y otros renuevan-
tenemos que saber de qué hablamos, y cómo hacerlo. No se puede ser buen maestro
sin cuidar a los alumnos, y no se puede cuidar a los alumnos sin ayudarlos a
aprender contenidos sólidos, bien articulados y relevantes.
Un docente cuida. Cuidamos cuando
nos convertimos en modelo de ser y actuar. No se puede enseñar a otros cómo se
debe ser y cómo se debe actuar. Y seríamos muy pretenciosos si presumiéramos que
nuestras formas son las mejores. Pero podemos mostrar una forma, nuestra
forma, esa que hemos ido construyendo a través de nuestras experiencias, las
que la vida modeló en nosotros. Y en ese mostrar, cuidamos ofreciendo una
alternativa, una forma de ser, de estar y de actuar que puede servirles de
referencia, para acercarse a ella o para alejarse, para identificarse o para
rechazarla. Cuidamos siendo un modelo entre muchos otros. Y cuidamos cuando
como un modelo entre muchos nos ponemos al servicio de lo que nuestros alumnos
necesitan, sin confundirlo con lo que queremos o nos gustaría.
Un docente cuida. Cuidamos
asumiéndonos como parte de una empresa colaborativa que no comenzó con nosotros
y que nos trasciende. Somos uno entre tantos, somos apenas un momento y tenemos
apenas un momento. Por eso no podemos cerrarnos en las paredes de nuestra aula,
en los límites de nuestra disciplina, en nuestra experiencia y creencias.
Cuidamos trabajando colaborativamente con otros docentes, con las familias, con
la comunidad en la que estamos insertos. Cuidamos trabajando colaborativamente
por la inclusión, por la equidad, por los otros y con los otros. Cuidamos
trabajando por la memoria, porque no hay futuro –ni para nosotros, ni para nuestros alumnos, ni para la comunidad-
sin proyecto; ni proyecto sin memoria. No hay manera de caminar hacia donde
queremos llegar si no sabemos desde dónde partimos.
Acabamos de pasar dos fechas
fundamentales que recuerdan nuestra historia reciente, sobre las que es
necesario ejercer la memoria. Ejercerla como un acto militante con la vida, con
nuestra vida como país, como pueblo, como Estado.
Hace apenas unos días, el 24 de
marzo, recordamos los 37 años del último golpe militar. El más cruento de
nuestra historia. Y ese golpe fue posible porque –como pueblo- no ejercimos la
memoria. Apenas había un recuerdo de que en cuanto cada gobierno
democráticamente elegido se había apartado de los márgenes de lo aceptable para
las instituciones que encarnaban el verdadero poder (el poder militar, el poder eclesiástico, el poder económico) se lo terminó
más o menos cruentamente. En cualquier momento era admisible barajar y dar de
nuevo. Es cierto que esos poderes contaron con la complicidad del poder
mediático como parte del poder económico, a los que sirvió como instrumento
para construir una sensación de legitimidad sobre los golpes. Pero también es
cierto que sin una sociedad civil desmemoriada, fracturada en sus revanchismos,
y egoísta, esos golpes no habrían sido posibles.
El último golpe militar, el
producido en la madrugada del 24 de marzo de 1976, fue especialmente cruel con
los jóvenes. La mayoría de ellos –contrariamente
a lo que se difundía- fueron arrancados del seno de sus familias, en sus
mismas casas, durante la noche. No estaban escondidos. La mayoría no cayó en
enfrentamientos. Eso que empecinadamente llamaban “guerra contra la subversión”
ya había terminado, y la habían ganado. Fueron por otra cosa: fueron por los
jóvenes, los que eran jóvenes en su fuerza, los que eran jóvenes en sus
proyectos, los que soñaban con un país distinto y estaban dispuestos a
construirlo. Y los convirtieron en desaparecidos. Como sin eufemismos dijo el General
Jorge Rafael Videla inaugurando la palabra más cruel de nuestro vocabulario
cívico, “no están ni muertos ni vivos; no
están, están desaparecidos”. Y con la fuerza de la palabra privó a esos
jóvenes de vida, a sus familias de un lugar donde llorarlos, y a todos nosotros
de sus ilusiones y sus proyectos. Quién sabe quiénes seríamos y dónde
estaríamos sin esos más de 30.000 desaparecidos. Quién sabe quiénes seríamos y
dónde estaríamos si no hubiese sido necesario reconstruir nuestro país desde
las ruinas en que lo sumieron.
Porque el último golpe,
autodenominado Proceso de Reorganización
Nacional, no se llevó sólo vidas. Atentó contra la soberanía nacional. Esa
soberanía que estamos acostumbrados a pensarla como soberanía territorial, pero
que es mucho más que eso.
Es soberanía legislativa, en
tanto no se reconozca ningún poder por sobre el poder del Estado Argentino con
fuerza para establecer leyes que nos regulen. Si no hubiesen atentado contra la
soberanía legislativa, abriendo la puerta a que organismos transnacionales nos
prohibieran regular con leyes propias nuestra economía –un proceso del que recién
ahora estamos saliendo- no habríamos tenido que recuperar la Fragata Libertad
ni estaríamos negociando con los fondos buitre en un tribunal de Nueva York.
Porque cuando se arrasa la soberanía legislativa, con ella cae la soberanía
jurídica: quien no tiene fuerza para autodeterminar sus leyes, tampoco tiene
fuerza para juzgar amparado por ellas.
La soberanía nacional es también
soberanía económica, en tanto un Estado puede determinar por sí el lugar que
ocupa en el contexto económico regional y mundial, y no relegarse a ocupar el
esclavizante y empobrecedor lugar que se nos había asignado como país productor
de materias primas y alimentos, dependiente del llamado “primer mundo”. Una expresión que mucho dice sobre el clasismo
elitista con que, quienes así se consideran, miran al resto de los países.
Y la soberanía económica se
traduce en soberanía alimentaria. Y en hambre cero, una meta que después de
tantos años de intentar reconstruirnos estamos a punto de alcanzar.
Y la soberanía legislativa,
jurídica y económica son condición para la soberanía energética. Y todas ellas
son causa y condición de la soberanía política: de un pueblo decidiendo por sí
el tipo de país y de Estado que juzga mejor para su proyecto colectivo,
inclusivo e incluyente.
La entrega de todas estas formas
de soberanía durante los desgraciados y siniestros 7 años y casi nueve meses de
dictadura militar también atentó contra nuestra soberanía territorial. Si bien
la ocupación de Malvinas por la fuerza colonialista inglesa lleva ya 180 años, fue
esta dictadura la que arrojó por tierra, volviendo el reloj 180 años atrás, todos
los avances logrados hasta entonces en el campo de la diplomacia. Un campo que
aún no hemos logrado volver a abrir. Y una vez más, en una pretendida gesta
para salvar de la ruina a un gobierno dictatorial que se caía a pedazos, no
sólo se cerraron las puertas de la diplomacia, sino que se volvieron a perder
vidas jóvenes. Una segunda generación de jóvenes sacrificados por sus ideales.
Fueron 649 los argentinos que entregaron su vida por la Patria, para que
nuestra bandera volviera a flamear en las Islas, para que su territorio
volviera a formar parte –no sólo
territorialmente, sino legislativa, jurídica, económica, políticamente- de
la Nación Argentina. Y con sus vidas se perdieron –como antes había sucedido- sus ilusiones y sus proyectos. Ayer, 2
de abril, los recordamos. Con gratitud, con amor, con respeto, y con memoria.
Comencé diciendo que hoy nos
encontramos reunidos una vez más para celebrar el inicio de un nuevo año de
trabajo. Y quise hablarles de nuestra tarea de cuidado porque creo que es lo
que más nos representa, lo que nos obliga y compromete.
Después de todas estas palabras,
apenas me queda insistir sobre una idea: los docentes cuidamos a nuestros
alumnos, nos cuidamos entre nosotros, y ese cuidado nos trasciende.
Cuidándolos, cuidamos a sus familias, a nuestra comunidad, cuidamos y
colaboramos en la construcción del país que queremos. Y no se puede cuidar sin
un ejercicio militante de la memoria, por la verdad y la justicia.
Si nuestra tarea la ejercemos sin
memoria, sin verdad y sin justicia, no cuidamos. Y si no cuidamos, no habrá país
posible. Y quizás trabajemos “dando
clases”. Pero jamás seremos maestros.
Que tengan un
maravilloso año, lleno de aventuras.
Eso es lo que
les proponemos.
Bienvenidos.
Profesora Viviana Taylor